sábado, 7 de febrero de 2015

ESPECIAL 2000

No me lo podía creer. Estaba en una sala de un mugroso hospital, algo que empezaba a ser habitual desde hace unas semanas, y era el último lugar donde esperaba encontrarme al famoso, sexy y despampanante Nathaniel Robinson, el chico que toda chica amaba, el tío más subnormal de la Tierra, con menos neuronas que un mosquito y el único que había echo despertar la atención de toda mujer en el planeta. No lo negaba, era guapo, de grandes ojos verdes, moreno y tenía una sonrisa de infarto, alto, musculoso y con una grave y sedosa voz, tenía largas y frondosas pestañas y del cuello de su camiseta se podía ver una pequeña parte de un tatuaje en blanco y negro. En el instituto todas esperaban que pasara por su lado y se derretían con solo rozarle, pero yo era una escéptica, no creí ni por un momento que aquel chico se mereciera un segundo de mis pensamientos ya que él sólo tenía ojos para las despampanantes chicas con anorexia y pechos como globos de feria. A fin y al cabo ¿No era en eso en lo que se fijaban todos los tíos? Pero al verle, años después de acabar el instituto, en silla de ruedas y lleno de vendajes y hematomas, con la mirada perdida y grandes surcos bajo los ojos, no parecía el mismo y, por un instante me da muchísima lástima y, a la vez, curiosidad por saber qué le había pasado para pasar de ser un carismático súper modelo en potencia a ser un desvalido, magullado y sin alma paciente de hospital.

- Estas hecho mierda. – le digo, sonriendo, dudando que sepa quién soy. El chico vuelve a la vida y me mira, como despertando de un ensañamiento profundo y amargo. Me doy cuenta de que lleva unas vendas en las muñecas, pero no le doy importancia, todo parecía mejor así. Con desdén él sonríe mirando hacia otro lado. La sonrisa prepotente seguía allí, igual de preciosa que siempre.
- Por eso me quieren aquí y no en los juegos olímpicos. - me contesta, lo cual me hace gracia, su tono de voz no va nada a corde con su desvencijado aspecto, parece que bromea, incluso que se ríe de sí mismo.
- Ya, yo tampoco te querría en los juegos olímpicos, Nathaniel – Me reprendo enseguida por decir su nombre, debería haberme callado y él parece haber visto un fantasma al oírme pronunciar su nombre. Abren la puerta de la sala de espera.
- Joy Milton – dice la enfermera que acaba de salir. Suspiro y sonrío mientras me llevan dentro. Se había quedado perplejo. Mejor, así pensaba un poco y ejercitaba el cerebro.
- ¿Qué le ha pasado a ese chico? - le pregunto a la enfermera cuando entramos en la sala. Se suponía que los médicos ni enfermeras podían contar nada sobre otros pacientes, pero aquella era especialmente chismosa y yo dulce, inocente y un tanto curiosa.
-  Un accidente de moto,-  dice la enfermera que estaba dentro - una lástima...
- ¿Por qué? Hay accidentes de moto todos los días ¿No?
- El accidente le ha dejado paralítico, no se lo ha tomado muy bien y los médicos están muy preocupados por su estado de ánimo... - ¿Estado de ánimo? Parecía siendo igual de irónico que siempre en la sala de espera - Pero bueno señorita Milton, así es la vida, por muy guapo que seas eso no lo es todo...
Lo primero que pensé fue que hubieran pensado los demás estudiantes si lo vieran ahora y, lo segundo, como había sido capaz de decirle que estaba echo una mierda ¡Pues claro que lo estaba! Y yo era una imnécil sin sentimientos que no podía decir nada sin meter la pata. Ahora me sentía rematadamente culpable. Nunca había sido muy lista, pero tampoco había que serlo mucho para saber que si estaba en un hospital era porque no estaba bien.
Pero fue pasando el tiempo, y con él me fui dando cuenta de que aquella fue la primera vez que vi al amor de mi vida desde el instituto, la primera vez que me di cuenta de que era una persona igual que yo y fue la última vez que vi a Nathaniel como un arrogante chico sin neuronas. Muchas veces me daba cuenta de que se quedaba mirándome, inconscientemente, de que me desnudaba con la mirada y me erizaba el cabello de la nuca. Resultó ser un chico reservado y cauto, con principios y mucho carácter. Resultó ser que me enamoré de cada parte de su ser, me enamoré de todo lo que había odiado de él y me enamoré de la idea de enamorarnos. Veía aquel brillo en sus ojos que me suplicaba que le besara, veía sus cicatrices y me decía que eran lo más bonito que él poseía, ni sus ojos, ni su sonrisa, sino aquello que lo hacía humano. A veces, mientras dormía, me gustaba observarle y decirle qué adoraba de él, me hubiera gustado contarle que guardaba un pétalo de rosa bajo la almohada, que cada noche dormía con la esperanza de que al abrir los ojos siguiera allí, me hubiera gustado que supiera que si las cosas hubieran sido de otra forma, quizás nunca hubiera sabido lo que es el amor, y por eso me sentía afortunada de padecer mi enfermedad, porque aunque todo pintara negro, todo tenía un destello de luz gracias a él. Siempre llevaría en mi vivo o muerto corazón a Nathaniel, como la persona que hizo que el infierno fuera un pedacito de cielo, como el que hizo que una don nadie se sintiera la reina del mundo, el único que consiguió que, a pesar de no tener cabello, me sintiera guapa, que a pesar de no tener motivos para serlo, fuera feliz. Y daba gracias a Dios por ello. Gracias a Nathaniel Robinson, por darle sentido a mi corta vida de mierda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario