Miro el
techo de mi habitación. Estoy tumbado en la cama dándole vueltas a la cabeza,
preguntándome el porqué de muchas cosas. Una mano caía a un lado de la cama, y
la otra acariciaba el lomo del cachorro.
Al llegar a
casa habíamos encontrado todo el salón lleno de restos de cojines raídos,
zapatos y ropa mordida por todas partes y el pequeño Perro mordiendo uno de los
zapatos de piel de Patrick. Mi hermano se puso como una fiera, literalmente,
así que mientras él recogía yo me fui a mi habitación a pensar. Quizás estaba
siendo demasiado injusto con Patrick. Se encargaba veinticuatro horas de mí, me
llevaba al médico, al psicólogo, a los grupos de apoyo, al terapeuta, al
cementerio… A veces me acompañaba a ver a la familia de Joy y me llevaba a casa
cuando no podía ver más desesperación. No veía a su esposa ni a sus hijas,
había tenido que tomar sus vacaciones para cuidarme a mí. Y era Navidad,
quedaban apenas dos días para que acabara el año… Me echo a un lado y cierro
los ojos. Le debía mucho a aquel que estaba limpiando en ese momento el
estropicio del salón.
- ¡Quieres
dejarme tranquilo de una vez! – le digo a Patrick en medio del pasillo del
hospital. Tenía vendas por todas partes, estaba conectado a un gotero y a una
bombona de oxígeno y permanecía tumbado
en una de las camillas del hospital. Tenía la voz ronca y un mal día.
Íbamos,
acompañados del doctor, a mi habitación, procedentes de la sala de observaciones. Me habían operado
hacía unos días y me habían tenido en observación desde entonces. En ese
momento estaba especialmente irritable por la contestación de mamá ante el
accidente <<¿Suspender mi viaje a Italia? Cariño no creo que te puedas ir
en una semana mucho más lejos de la puerta del hospital>> dijo entre
risas, y tenía razón. Paralítico o no, a quién quería engañar, no podría salir
de allí en mucho tiempo. Pero había pasado tres días en coma y me habían hecho
pedazos, además de que tenía un pulmón que servía más de bailarín de salsa que
de pulmón, y mi madre no había llamado
una sola vez. Entramos en la habitación mientras discuto con Patrick y colocan
la cama en su lugar. Estoy tan metido en la conversación que no veo a las
personas que contemplaban la escena en la otra punta.
- Señor
Robinson, ya que nos hemos quedado sin camas en las habitaciones femeninas
tendrá que compartir, temporalmente, habitación con la señorita Milton. Espero
que no le importe.
Miro a un
lado y allí estaba ella, con el cabello recogido en un moño, vestida con un
pantalón corto y una camiseta roja bajo una sudadera abierta. Recuerdo algo que llamó mi interés, aquellos ojos verdes llamaban clarísimamente la
atención. Y la conocía. La había visto hacía unos días, era la chica sentada en
la silla de ruedas. La chica que conocía mi nombre.
En aquel
momento no supe mucho de ella, estaba con su familia mientras yo me quedaba
junto a mi hermano mirando el techo, durmiendo o preguntándole sobre cosas sin
importancia que me distraerían del dolor. Os estaréis preguntando como pasé de
ir en silla de ruedas a estar completamente roto. En la prueba localizaron daños
internos como los del pulmón, que resultaron ser más graves de lo aparentes y
me estaban dando una medicación tan fuerte que ni me enteré, ahí empezaron las
operaciones y la búsqueda de un pulmón en buen estado que no llegaría hasta
años después.
Al
anochecer nos quedamos ella y yo solos, acompañados de mi hermano. Ella estaba
bien, aparentemente, pero estaba muy delgada. Hay algo en ella que me gusta, no sabía exactamente el qué pero aquella chica y yo conectamos desde el primer momento.
- ¿Y a ti
que te pasa? – le pregunto ya aburrido de los temas de conversación sobre política
de Patrick.
La chica me
mira y recordaré esa mirada siempre. Ella frunce el ceño y cierra el libro sin
importarle la página. Se queda pensativa y se cruza de piernas, de pronto sentí
una necesidad extraña de acercarme a ella pero aquel pensamiento se va tan
rápido como llega
- Cáncer –
lo dice en un suspiro, como si hubiera cogido todo el aire de sus pulmones y lo
hubiera expulsado de un tirón con aquella palabra – Soy cáncer y tengo cáncer -
dice sonriendo y echándose hacia atrás – Se lo deberían haber imaginado. – Río
por lo bajo ante la estupidez que había dicho.
- Pues
estás jodida. – La miro aún con la mueca de una sonrisa, quitándole toda la
importancia que merecía. Un enfermo odiaba dar pena y eso lo sabía en primera persona.
- Dime algo
que ya no sepa – la chica se levanta de golpe y me mira, expulsando nervios por
los poros - ¿Y a ti? ¿Qué te pasa? ¿Voy a acabar igual que tú? – ante la mirada
inocente de una chica que no hacía mucho que estaba en el mundo de los
cancerosos pude ver el miedo.
- No, con
suerte estarás un poco calva y bastante mejor que yo – ella ríe y se me detiene el corazón ¿por qué? No os lo sabría decir. Me callo un instante y
sigo – salí mal parado en un accidente de moto y ahora estoy paralítico y
esperando a un trasplante de pulmón pero ¿A quién le importa? – se queda en
silencio un momento mientras juega con la pulsera del hospital. Miro hacia Patrick y
éste leía una revista que solo mi hermano compraba, estaba pasando olímpicamente del tema.
- Sé que tú
no te acuerdas de mí, pero yo si me acuerdo de ti y necesito a un amigo. En
estos momentos eres lo más parecido a uno así que me vas a aguantar… - la chica coge aire y lo suelta con fuerza, como si quisiera soltar algo que llevara grabado muy dentro - Tengo
miedo. Mañana empiezan con la radioterapia y no sé qué me va a esperar… - se
vuelve a tirar hacia atrás y yo me quedo pasmado mirándola. Tenía la camilla
arqueada y estaba sentado, observando como sus miedos se abrían paso. ¿Quién
era Joy Milton?
- ¿Hacemos
un trato? – suelta un sí exasperada, sin cuestionárselo dos veces – cada vez
que vayas a radio me dirás un número del uno al diez, dependiendo de cómo
pienses que va a ser de horrible la sesión. Y yo mismo lo haré con las sesiones
de fisioterapia. Cuando vuelvas me dirás el número real y si ese número ha
descendido encontrarás una rosa blanca sobre la mesa al día siguiente, una por
cada sesión superada.
Y así hice.
De la primera sesión volvió con ojeras, cansada y aturdida. Antes de salir dijo
un siete, al volver dijo un diez. De todas formas una rosa roja la esperaba,
por ser la primera. La siguiente sesión dijo un diez y, al volver, fue un
nueve. Pronto en la mañana una rosa blanca acompañaba al jarrón en la mesilla
de noche y así fueron pasando los días, ella iba mejorando y empeorando
continuamente y las rosas había veces que acudían y otras que lamentablemente
no. Y hablábamos mucho, sobre todo los primeros días en los que teníamos mucho por conocer.
Despierto
del sueño aturdido, empapado en sudor. Malditos sueños que me recordaban la
esclava imagen de la que era dueño. Era el día en el que nos conocimos de
verdad, los días que vinieron después solo consiguieron unirnos más, pronto
fuimos grandes amigos. Y comencé a amarla. Comencé a amarla sin darme cuenta,
despacio y sin prisas hasta que, cuando tomas conciencia de lo que siente tu
corazón, ya es demasiado tarde. Estás enamorado hasta la médula, no respiras si
ella no lo hace y tu adicción va a más. Cada vez que la miraba y sonreía todo
parecía mucho mejor, más bonito a pesar de ser amargo, su dulzura alcanzaba
cada esquina de tu alma y te hacia volar, sentirte pequeño y feliz. De pronto
me tuvo a sus pies como un amo tiene a su perro, era esclavo de su aroma, de su
mal humor, de sus ojos verdes, de su piel… Y era suyo. Era completamente suyo.
Y pensaba aquellas palabras enamoradas una y otra vez, como un loco en su
locura, del amor de un triste hombre sin esperanzas a una verdadera princesa, a
cuyo hombre se le había dado la oportunidad de amar y ser correspondido.
Siempre pensé y pensaré que no hay mayor regalo, mayor sueño, mayor deseo, que
en una triste y llana vida, llena de sombras y oscuridad, una pequeña luz se
abra en el camino y te enseñe que el dolor merece la pena si eso significaba que pude conocer a la joven Joy.
Y pensar
que podría haberla conocido antes, que podríamos habernos enamorado antes…
- ¡Patrick
vete a casa y búscalo! – le grito enfurecido, no me hacía ni caso.
- ¿Pero qué
quieres Nathaniel? No te voy a dejar solo – dice frunciendo el ceño. – Te
pongas como te pongas – llevábamos así un rato y no cambiaba de opinión.
- ¿Pero es
que no me escuchas? Llama alguien y que lo busque, ¡Necesito ese anuario! –
reconozco que muchas veces no he sido amable con Patrick, pero en ese momento
me estaba sacando de mis casillas. Estábamos solos en la habitación de
hospital, Joy se había marchado a radioterapia y yo iba a lanzarle la bombona
de oxígeno a mi hermano justo en la cabeza. Patrick suspira, el pobre solo
quería que estuviera tranquilo y solo parecía estarlo cuando Joy estaba
delante.
- Vale,
espera, voy a llamar a Anwar para que vaya a buscarlo, pero si no lo encuentra
te aguantas – dice levantándose a coger su móvil.
Una hora
más tarde, el amigo de mi hermano, Anwar, apareció con un libro entre las
manos. Si no hubiera sido paralítico me hubiera lanzado a sus brazos y le
hubiera besado su brillante frente.
En cuanto
tuve el libro en mis manos empecé a pasar las fotos una por una, examinando
cada nombre, en cada página. Había firmas y dedicatorias por todo el anuario,
además de números de teléfonos y palabras de apoyo.
Me detuve
en una foto, era la foto del coro del instituto. Nunca le presté demasiada
atención ya que cantar no era lo mío pero ahí estaba ella, en una esquina. Ella
sonreía tímida sin mostrar los dientes, avergonzada por el corrector dental,
llevaba flequillo el cual le tapaba los ojos tan bonitos que tenía. Entonces la
recordé.
- Iba a mi
clase de historia, ahora la recuerdo, iba a mi clase y ni me acordaba de ella –
digo más para mí que para los demás. Por eso sabía mi nombre. Recuerdo a una
chica que intervenía poco y no llamaba la atención, se matenía oculta, atenta y sin destacar sobre nadie.
Aquella era
Joy. Había cambiado un mundo, estaba
mucho más guapa y aparentemente más abierta y sociable que antes.
Sonrío.
- Patrick,
compra todas las rosas blancas que tengan.
Salgo de la
habitación todo sudado y me meto en la ducha. Dejo que el agua corra y que el calor
del agua hirviendo relaje mis músculos, sintiendo como se adormecen. Me
encontraba fatal. Era por la mañana temprano y mis sueños habían hecho resurgir
el pasado… Cómo Joy entraba en el baño mientras me duchaba sin permiso,
recordaba su manera tan especial de ver la televisión, colocando los pies sobre
el respaldo del sofá y dejando caer la cabeza, no sabía cómo nunca se había
caído. Extrañaba su peculiar manía de antes de almorzar comer cereales o como
le entraba la risa sin ninguna razón al lavarse los dientes. Joder, murmuro por
lo bajo, apoyando la cabeza sobre los azulejos, dejando el agua correr,
quiero que vuelvas Joy, por favor vuelve.
- Cásate
conmigo – le decía medio broma en medio en serio, a lo que ella siempre me
contestaba…
- No, ni de
coña – entre risas y besos ella me acariciaba el cabello y me miraba a los ojos
de aquella manera que hacía que me temblara todo el cuerpo.
-¿Por qué
no? Cásate conmigo – le vuelvo a repetir enterrando el rostro en su cabello.
Hacía dos años que nos encontramos en el hospital después de un sinfín de
casualidades. Ella volvía a reír.
- ¿Sabes
por qué no? – me susurra en el oído – porque si me caso contigo te vas a
confiar, vas a creer que voy a ser tuya para siempre y me vas a descuidar. Me
gusta ser tu princesa – una mueca en forma de sonrisa se me curva en el rostro.
- Algún día
lo conseguiré – digo contemplándola, tras unos segundos de completo silencio.
Había perdido todo el cabello y estaba muy delgada, aparte de eso estaba
pasando una buena racha.
Con el puño, le pego a la pared con todas mis fuerzas, temblando y con las lágrimas camufladas entre el agua que caía sobre mi cabello y me cruzaba el rostro. Cuando Patrick entra en el baño me encuentra en medio de un ataque de pánico. Estaba agazapado en el suelo de la bañera con las dos manos en el rostro, temblaba de arriba a abajo y me costaba respirar. Lo primero que hace mi hermano es apagar el agua caliente y sacarme de allí. No podía más, no puedo más... Me repetía una y otra vez...