martes, 30 de diciembre de 2014

#Capítulo 3


- Nathan, Nathaniel ¿Me estás escuchando? – Alzo la vista y veo a la doctora Thomson.

La Doctora era de tez morena, cabello oscuro y corto bajo la barbilla. Ya presentaba algunas arrugas por la edad, pero sus ojos, tan oscuros como la brea presentaban arduos y experimentados años de experiencia.

- ¿Qué? – tenía muchísimo sueño. Odiaba aquellas pastillas. No solo te dejaban atontado, sino que encima no podía ni conducir. Menos mal.

- Te estaba diciendo, antes de que abandonaras este mundo, que cómo te encuentras, psíquicamente hablando. – sonrío  sin ganas y pienso como me estaban atormentando día tras día.

- Jodido – Ahh, pienso andándome por las ramas, se refiere a Joy…  como llevaba su muerte… claro, igualmente estaba jodido, así que me río por dentro. Que mal me sentaban esas pastillas.

- Bueno, como ya me lo imaginaba… - me detengo mirando una pecera que hay tras la doctora. Estamos en una habitación cuadrada y sin apenas nada, solo algunos posters sobre nutrición.

En la pecera había tres peces, dos naranjas y uno naranja moteado con manchas blancas. Era diferente a los otros dos y eso lo hacía destacar. Me pregunto, como alguien, por ser diferente, por no elegir su aspecto físico o las enfermedades que lo corrompen, podía estar tan apartado de la sociedad. Recuerdo que, antes del accidente, era un chico con muchos amigos, sociable y sin problemas. Sin embargo cuando ocurrió, hubo personas que no volví a ver, otras, que vinieron al hospital, pero que dejaron de ir porque les superaba. Había otros que no se encontraban a gusto de un chico encamado, en silla de ruedas y encima suicida. Hasta que al final me quedé solo. Al principio no importaba, tenía a Joy. Sabía que no era para siempre puesto que conocía la gravedad de su situación, pero no me importó. Cuando ella murió, en el funeral solo acudió un amigo, alguien a quién yo mismo había dejado de lado hace mucho por simples apariencias. Y ahí estaba, sonando los mocos de mi desesperación.  Se llamaba Ian Stephenson.  Iba conmigo al instituto. Que, enlazándolo con Joy, de la cual recordaréis que sabía mi nombre antes de conocerla, estaba en mi clase de historia en el instituto. Cavilando en mi habitación del hospital me puse como loco, rogándole a mi hermano que me trajera el anuario del instituto. Y ahí estaba ella, justo arriba de Ian. Nunca me había fijado especialmente en ella, había cambiado un mundo. El corrector dental, la forma de la cara…

- ¿Qué te parece? -  miro a la doctora confundido, no me había enterado de nada – No me digas que no me has estado escuchando… - el rostro de la doctora mostraba que tenía una paciencia de hierro puesto que se recompuso y siguió hablando – hemos pensado, Patrick, los demás médicos y yo que te mereces unas vacaciones. Mudarte un tiempo con tu hermano puede ser beneficioso para tu salud y despejarte de todo.

- No, - niego con la cabeza y me hundo en la silla de ruedas. Una familia feliz al lado, lo que me faltaba por oír. – No y no, me niego.

- Pero Nathaniel no puedes estar solo siempre – dice la Doctora – pongamos un ejemplo, imagina que eres una rosa de cristal…

- ¿Y por qué una rosa? – pregunto con el ceño fruncido, ya me estaba cabreando bastante.

- Nathan, escúchame, - la doctora toma aire - ésta rosa era la rosa más hermosa del mundo, hasta que , un día, se rompió en miles de pedazos, que cortaban a todo aquel que intentaba ayudarla. La pobre rosa, no tenía intención de herir…

- No soy un niño pequeño doctora Thomson, hábleme claro. – digo jugando con las manos en el regazo.

-Tu hermano y nosotros mismos estamos intentando ayudarte. Deja que te ayudemos Nathan…

- ¿Algo más? – pregunto ya exasperado, me estaba agobiando allí. Odiaba el olor a hospital.

- Sí, Nathaniel, cuando tengas cita con el fisioterapeuta, por favor ve. – saco la silla de debajo de la mesa y con la barbilla bien alta abro la puerta y me marcho, con mi querido hermano a mis espaldas, sin dejarme respirar.

Había estado agobiado muchas veces, incluso hubo una época en la que los ataques de ansiedad fueron demasiado frecuentes como para ser algo normal, pero aquella ocasión me recordó a una en especial. La que había hecho que no pudiera dormir en mucho tiempo <<No podemos hacer nada más por ella, llevadla a casa>> aquellas palabras, que quizás no eran exactas, dolían como cuchilladas en el alma. Recuerdo cuanto le rogué al doctor que siguiera luchando, que no perdiera la esperanza con ella. Que todavía había esperanza. Tengo el cabello de punta y apenas puedo hablar. Sé que mi hermano me habla, pero no le escucho. Mantuvieron a Joy un par de semanas más en el hospital y luego, se la llevaron a casa. Eso fue dos o tres días antes de su muerte. Yo mismo me ocupé de que esos días fueran los mejores de su vida.

- Vale, lo tengo, espérame diez minutos.

Estábamos en su cama, después de llegar del hospital, en el salón. Y con la chimenea encendida y las llamas danzando más hermosas que nunca me había llevado dos horas acurrucado a su lado mientras ella descansaba. Yo le tarareaba canciones, aunque mi oído nunca fue el mejor y le contaba cómo se veía el centro en navidad. No había ido al centro, no me había separado de ella un solo instante, pero recordaba cuál era su aspecto cuando era niño y lo que me hacía sentir. Ella adoraba escuchar como las luces se fundían en la noche e iluminaban las calles de tantos colores que parecía que su hermana Katherine había pasado por allí. Le encantaba la navidad y adornarlo todo. En la calle olía a castañas y a dulces recién hechos, el frío no impedía que las calles estuvieran repletas de familias en busca del regalo perfecto. A veces, se veía algún Santa Claus regordete, regalándoles sueños a los niños más pequeños pero nunca, nunca, faltaban las actuaciones de payasos, mimos, bailarines y algún que otro cantante con guitarra y sombrero en toda la ciudad, que animaban el ambiente y entretenían a los peatones. Así el mundo parecía un lugar un poco mejor.

- ¿Dónde vas? No quiero que te vayas Nate, no… - le sonreí con ternura y le besé la frente. Sus labios estaban agrietados e hinchados y sus mejillas demasiado sonrosadas.

- Shh… Espera un momento – digo levantándome de su lado – solo dame un segundo, como me estropees la sorpresa…. – no termino la frase, simplemente sonrío de oreja a oreja y le quito el pañuelo de la cabeza con mucho cuidado. - ¿Puedes levantar un poco la cabeza o te ayudo? 

Ella me saca la lengua y se apoya sobre sus brazos. Sabía que el esfuerzo era enorme para ella. Le ato con rapidez el pañuelo a los ojos y, tras comprobar que no ve nada, salgo de la habitación para ir al almacén. Trece minutos y veintidós segundos después…

- Vale, ya puedes quitarte el pañuelo de los ojos – digo aguantándome la risa.

El salón estaba lleno de rosas blancas, en su cama, en la mesa, sobre la chimenea, por el suelo, en los cajones, sobre los cuadros y, en el centro, un chico moreno, de metro noventa, vestido de Santa Claus, con un cojín por barriga y una barba blanca, acompañado de un saco marrón repleto de paquetes. Aquello hizo a Joy estallar en carcajadas y a la vez llantos. No había hecho aquello solo, tuvo que pedirle algún que otro favor a su hermano y a Katherine, que se presentaron voluntarios para ayudarle a quitar todas las espinas a las rosas. Joy se tranquilizó y me miró como nunca antes me había mirado. Aún quedaban cinco días para navidad y Joy sabía que yo no esperaba que ella aguantara tanto. Pero no dijo nada. Solo sonrió como solo ella sabía.

- Eres tonto – tenía lágrimas por todo el rostro y le brillaban las mejillas.

- Los tontos preferimos llamarnos gente especial ¿Sabías? – avancé hasta ella y me quité el gorro de Papá Noel que llevaba puesto para, después,  ponérselo a ella. – Mira resulta que me crucé con Santa el otro día – digo sentándome a un lado de la cama, abriendo el gran saco que había a mis pies – y claro, tras hacerle un par de favores que no te voy a contar por respeto al espíritu de la navidad, me permitió adelantar la navidad unos días, pero que me las apañara yo. En los anuncios se veía más simpático, la verdad, creo que tiene problemas con su esposa…

- ¡Nate! – dice sonriendo - ¿Qué le has hecho al pobre Santa? – mi alma se enternece al ver sus ojos llenos de ilusión y miro al saco.

- Lo siento – digo muy serio – si te lo dijera tendría que matarte, es secreto de estado – vuelvo la vista hacia ella y río. Tras darle un rápido beso en los labios meto la mano en el saco – En definitiva, éste no está envuelto porque el señorito Claus no compró suficiente papel de envolver…

Ese día me dolía ahora como mil demonios y me hacía preguntarle a Dios que había hecho tan injusto como para arrebatármela ¿Acaso él la quería para ella? ¿Me castigaba por algo? Pero solo recordar su rostro ilusionado, rodeado de peluches, rosas, fotos y colores me hace sentir algo que me calma. Era feliz. Se estaba muriendo, pero lo era.

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