Vuelvo a la
realidad, espantando los demonios lavándome la cara y poniéndome unos
pantalones. Miro hacia la cama y veo al pequeño perro sentado, mirándome con la
lengua fuera. Parece sonreír.
- Hasta tú
te ríes de mí. – El perro responde con un ladrido, pero no se inmuta. Camino
desperezándome, con una pequeña cojera, secuela del accidente, hasta fuera de
la habitación donde esperaba un salón con cocina americana incorporada.
Voy a
sentarme en el borde del banco situado junto a la barra y el cachorro me pasa
por un lado. Mi hermano está cocinando algo. Antes yo solía cocinar, antes yo
hacía muchas cosas. Él me mira de reojo y me sonríe mientras me siento. También
antes me solía llevar mejor con mi hermano, teníamos más cosas en común. Era
increíble como el alma de dos personas podían estar tan cerca y a la vez tan
lejos. La imagen de Joy se abre paso en mi cabeza y una punzada de dolor da
directamente en el centro de mi roto y despedazado corazón quitándome todo
apetito aparente.
- He visto
que te has echado un nuevo amigo – no le contesto, miro hacia mis manos y me
quedo pensativo, callado, dolido. Al cabo de unos segundos ante su pregunta
carente de respuesta sigue intentando que hable - ¿Qué tal te encuentras hoy?
- ¿De
verdad quieres saberlo? ¿O es para contárselo a mi psicóloga? – sigo mirando
hacia abajo y aparto al instante de mi vista, escondiéndolas bajo la mesa, mis manos avergonzado.
Como ya
dije antes, no me tomé bien el accidente. Me quedaba horas y horas agazapado en
una esquina, llorando y lamentándome sobre mi desgracia, harto de todo. En
cuanto me dejaron volver a casa, con la condición de que tendría que ir cada
semana, aproveché que mi hermano salió para, con un cuchillo, abrirme las
muñecas y querer morir. Por suerte o por desgracia mi hermano volvió en diez
minutos y llamó en seguida a una ambulancia. Por poco no muero por segunda o
tercera vez en ese mismo año. Desde entonces voy al psicólogo, al terapeuta,
debo estar en contante vigilancia de mi hermano o un cuidador social e ir, de
vez en cuando, a grupos de apoyo. Deprimente. Estar vigilado las 24 horas acabó
cuando conocí a Joy y empecé a volver a andar, pero su muerte solo hizo que mi
nivel de cordura se viera por los suelos y atrajo la alarma de los médicos.
Hacía semana y pocos días de su muerte, y casi de inmediato estuve otra vez
vigilado hasta para ir al baño y con mi hermano de nuevo en casa. Tenía
calculado incluso el tiempo máximo que podía pasar en la ducha y habían quitado
todos los pestillos de mi propia casa excepto el de la puerta principal, el
cual mi hermano tenía una llave y otra mi médico. Había jurado y perjurado que
no iba a volver a intentar suicidarme, pero nadie parecía ya confiar en mí. Y
en cierto modo tampoco yo tampoco lo hubiera hecho.
- Vamos
Nate, yo no soy tu psicóloga, soy un hermano que se preocupa por ti. – me
contesta, buscando los platos en los muebles.
-
Imagínate, que Rachel, se…
- Michelle
– me corrige con una sonrisa. Siempre sonriendo.
- ¿Qué más
da? Que Michelle muere y estás, tanto física y psíquicamente hecho un asco
además de estar bajo una especie de arresto domiciliario que no te deja ni
cagar tranquilo y claro, tampoco puedes quejarte, porque entonces tienes a
saber que síndrome postraumático severo que hace que te tengas que tomar todas
las pastillas de la farmacia. No voy a intentar suicidarme una segunda vez,
pero si quieres saber cómo estoy, la verdad que un poco agobiado, solo un poco
para variar.
- ¿De dónde has sacado el perro? ¿Te lo ha
traído Kate? – pongo los ojos en blanco, no me estaba escuchando, increíble. Me
levanto mientras mi hermano sirve los platos y me siento en el sofá - ¿Me estás
escuchando?
- Anoche
salí y lo encontré,- éste me mira y se tensa inmediatamente, cuadrando los
músculos - tranquilo, estoy vivo, no me han atropellado por salir un rato a
tomar el aire ni me he tirado por un acantilado.
- No es
solo eso Nate, pero me alegra que lo trajeras – sabía lo que mi hermano
pensaba, quizás era el primer signo de humanidad desde los últimos días de vida
de Joy. El perro correteaba de allí para acá y hacía sus necesidades en las
esquinas, total, lo recogería Patrick. - ¿Le has puesto ya nombre?
- Perro -
mi hermano se acerca con los platos hasta arriba de pasta y frunzo el ceño. No
me gustaba la pasta. Sin embargo mi hermano se ríe, como si de la broma más
graciosa del mundo se tratara.
- Perro –
repite mi hermano sentándose a mi lado – qué original. Si las niñas estuvieran
aquí estarían contentísimas de tener un perro.- me doy cuenta de que parece que
añora a su familia. Sí, era todo un lumbreras. Se había centrado mucho en mí y
a ellas las había dejado un poco apartadas. No sabía cómo podía afectarle a él
eso, pero tampoco lo demostraba, así que dejé de pensar. - ¿Hoy no tenías cita
con la Doctora Thomson? – suspiro. No había ni un día que no me dejaran
tranquilo.
- ¿Cuándo
voy a ser libre de una puta vez Patrick? – suspiro, lo he dicho sin apenas voz,
susurrando, tembloroso. No quería más revisiones, ni citas con médicos, todo
eso acabó hace un mes. Hace un mes que recibí el alta médica.
Pero él
solo sabe sonreír. Saca el móvil. Está sonando y no me había dado cuenta, me
mira y descuelga poniéndolo en manos libres. Suena la voz de una niña pequeña,
seguramente Chloe, que empieza a llamarle. Chloe solo tenía dos años y medio y
su hija mayor Alice, cuatro. Era un hombre joven para tener dos niñas, pero era
un triunfador, para él no suponía ningún problema criarlas y su esposa,
Michelle, era una buena madre. Su vida hubiese sido perfecta si no me hubiera
tenido a mí como hermano.
Recuerdo
haber tenido la visión de un futuro parecido al de mi hermano, en una empresa
de distribución a nivel mundial. Había tenido sueños y sueños que habían estado
a punto de cumplirse. Luego, por pura casualidad perdí todo aquello, lo perdí
como un globo cuando se escapa de tu mano y empieza a alzarse. Lo quieres
alcanzar, pero no llegas, y ves cómo se aleja sin poder hacer nada. Luego
parece que no es para tanto, alguien te ayuda a verlo de una manera especial,
pero cuando esa persona desaparece, algo en tu corazón se rompe, es algo
pequeño, que no sabías ni que existía, pero que cuando notas que ya no está
todo tu mundo se hace ceniza. El accidente me había quitado muchas cosas y me
había dado lo mejor de mi vida, luego la misma casualidad se la llevó.
- ¡Papá, te
echamos de menos! – gritan las niñas, algo que hace que me maree y un dolor de
cabeza se haga incipiente - ¿Cuándo vuelves a casa? – aquella era la voz de
Alice, ya mayor como para entender algunas cosas. Mi hermano tiene una expresión
triste y melancólica que hace que quiera atragantarme.
- No lo sé
cariño, yo también os echo de menos… Eh ¡Saludad al tío Nate! – le miro y me
responde suplicante, no había visto a las niñas desde hacía mucho. Creo que
Chloe todavía no caminaba y yo tampoco.
- Hola
chicas… - suspiro haciendo un esfuerzo por mi hermano. Las chicas forman un
revuelo y empiezan a saludar con gritos y risas. Me levanto para llevar el
plato de pasta, intacto, a la cocina.
- Chicas
pasadme con mamá…
Mi hermano
se levanta y se encierra en la segunda habitación. No necesitaría mucho para
suicidarme, con todos los medicamentos que poseía no sería difícil. Solo
tendría que quitarle la llave del mueble a mi hermano. No, me reprendo a mí
mismo, tienes que seguir adelante. No eres ningún cobarde. Me apoyo con las dos
manos en la encimera y respiro lentamente.
Sé cómo arreglármelas.
Sí, quizás
sonreí en el momento en el que más quería huir, sí caí y me levanté para volver
a caer. No soy débil. Y todo esto me lo repetía con una punzada en la cadera, y
con las piernas ya cansadas. A quién quería engañar, lo que me mantenía en pie
un mínimo de tiempo eran dos cosas: la suerte de no ser un daño tan grave como
para ser irreparable y, en segundo lugar, no sé qué aparato con estímulos
eléctricos que tenía gracias a todo el poder de mi hermano y el que había
tenido mi padre.
Todo había
pasado hace cinco años. Entonces era un hombre respetable sin rabia ni dolor
por el mundo. Lo había sido. Con defectos pero querido. Ahora solo tenía a mi
hermano y a la hermana de Joy, Kate.
Kate vivía
no muy lejos de Patrick, tenía una hija, Olivia, y estaba casada con un hombre
llamado Michael Trust, un hombre serio pero afable que no me caía nada bien.
Vivían cerca de la costa y Joy y yo habíamos pasado alguna que otras vacaciones
allí en su casa, disfrutando de la playa que no podía pisar apenas por la silla
de ruedas y de la piscina del jardín.
Katherine
era una mujer adorable, era siete años mayor que Joy, pálida de piel y de pelo
naranja, no era una mujer delgada, pero tampoco se la podía considerar lo
opuesto. Era inteligente como su hermana y era la persona que más quería Joy
cuando ésta vivía.
- ¡Ven
Nathan, prueba el agua! – me gritaba Joy desde las escaleras, al pie de la
piscina. Tenía un biquini de color rojo que contrastaba con su piel y con un
pañuelo en la cabeza del mismo color. Seguía siendo preciosa, algo hinchada por
la medicación, pero preciosa.
- ¿Te
olvidas de que soy paralítico? – bromeo desde la sombra de un árbol que había a
pocos metros, vestido con una camiseta azul y un bañador de color negro. Ella
me sonríe y pone los brazos en jarra.
- ¿Crees
que me sirve como excusa? – dice riendo haciendo que los pájaros rían con ella.
- Esperaba
que sí – me hace sonreír, no sabía cómo lo hacía pero siempre me hacía sonreír.
- ¡Mueve tu
precioso culo aquí! – miro hacia un lado y veo a Kate, divertida, observando la
escena desde una tumbona - ¡Vamos! – me apresura entre risas. Recuerdo verla
bajar las escaleras y hundirse en el agua mientras me acercaba.
- ¿Y ahora
qué?- digo cuando ya estoy al borde de la piscina y ella sale del agua.
Sube por las escaleras y se sienta encima de
mí, empapándome la ropa. Su pañuelo se había perdido en alguna parte de la piscina
pero no parecía importarle ¿A quién le importaba el pañuelo? Coloca las manos
en mi rostro y me besa y, devolviéndole el beso con gusto, sonreímos, como solo
dos enamorados sabían hacer. Un beso con locura, pasión y amor.
- ¿Está
buena el agua o no? – dice sonriendo con la respiración entrecortada y agitada.
- Está
perfecta.
Patrick
sale de su habitación guardándose el móvil en el pantalón, veo en sus ojos algo
que no termino de entender pero me aguanto y me callo. Patrick no quería que me
preocupara por él, y tampoco tenía tiempo. Miro al sofá y el perro me mira con
la lengua fuera, tumbado, moviendo el rabo y con un cojín entre las patas al
que muy buen futuro no le veía.
- ¿Estás
bien? – me pregunta con el rostro cansado.
- Sí, solo
me duele un poco la cadera y estoy algo cansado – Patrick mira el reloj y se
pasa una mano por el cabello. Saca una llave del bolsillo y pasa a la cocina
para abrir el mueble que había junto a la nevera.
- ¿Quieres
que saque la silla de ruedas? – me pregunta. Lo cierto era que la seguía usando
ya que andar me desgastaba mucho. Pero la odiaba. – Ahora hay que ir a la
consulta y no había aparcamiento cerca. Hay que andar un par de calles. – dice
sacando tres botes. Uno con la etiqueta azul, otra rosa y otra verde. Ahí
estaba mi droga. Se acerca y me pone la cantidad exacta con un vaso de agua a
mi lado. – Si te has pasado la noche por ahí no me extraña que ahora estés así.
Tomate eso, ahora vengo con la silla.
Patrick se marcha y yo me quedo atontado mirando las
pastillas, una para el dolor, otra para la depresión, otra para el estrés y
otra para a saber de qué. Genial, vamos a drogarnos.
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