martes, 30 de diciembre de 2014

#Capítulo 2


Vuelvo a la realidad, espantando los demonios lavándome la cara y poniéndome unos pantalones. Miro hacia la cama y veo al pequeño perro sentado, mirándome con la lengua fuera. Parece sonreír.

- Hasta tú te ríes de mí. – El perro responde con un ladrido, pero no se inmuta. Camino desperezándome, con una pequeña cojera, secuela del accidente, hasta fuera de la habitación donde esperaba un salón con cocina americana incorporada.

Voy a sentarme en el borde del banco situado junto a la barra y el cachorro me pasa por un lado. Mi hermano está cocinando algo. Antes yo solía cocinar, antes yo hacía muchas cosas. Él me mira de reojo y me sonríe mientras me siento. También antes me solía llevar mejor con mi hermano, teníamos más cosas en común. Era increíble como el alma de dos personas podían estar tan cerca y a la vez tan lejos. La imagen de Joy se abre paso en mi cabeza y una punzada de dolor da directamente en el centro de mi roto y despedazado corazón quitándome todo apetito aparente.

- He visto que te has echado un nuevo amigo – no le contesto, miro hacia mis manos y me quedo pensativo, callado, dolido. Al cabo de unos segundos ante su pregunta carente de respuesta sigue intentando que hable - ¿Qué tal te encuentras hoy?

- ¿De verdad quieres saberlo? ¿O es para contárselo a mi psicóloga? – sigo mirando hacia abajo y aparto al instante de mi  vista, escondiéndolas bajo la mesa, mis manos avergonzado.

Como ya dije antes, no me tomé bien el accidente. Me quedaba horas y horas agazapado en una esquina, llorando y lamentándome sobre mi desgracia, harto de todo. En cuanto me dejaron volver a casa, con la condición de que tendría que ir cada semana, aproveché que mi hermano salió para, con un cuchillo, abrirme las muñecas y querer morir. Por suerte o por desgracia mi hermano volvió en diez minutos y llamó en seguida a una ambulancia. Por poco no muero por segunda o tercera vez en ese mismo año. Desde entonces voy al psicólogo, al terapeuta, debo estar en contante vigilancia de mi hermano o un cuidador social e ir, de vez en cuando, a grupos de apoyo. Deprimente. Estar vigilado las 24 horas acabó cuando conocí a Joy y empecé a volver a andar, pero su muerte solo hizo que mi nivel de cordura se viera por los suelos y atrajo la alarma de los médicos. Hacía semana y pocos días de su muerte, y casi de inmediato estuve otra vez vigilado hasta para ir al baño y con mi hermano de nuevo en casa. Tenía calculado incluso el tiempo máximo que podía pasar en la ducha y habían quitado todos los pestillos de mi propia casa excepto el de la puerta principal, el cual mi hermano tenía una llave y otra mi médico. Había jurado y perjurado que no iba a volver a intentar suicidarme, pero nadie parecía ya confiar en mí. Y en cierto modo tampoco yo tampoco lo hubiera hecho.

- Vamos Nate, yo no soy tu psicóloga, soy un hermano que se preocupa por ti. – me contesta, buscando los platos en los muebles.

- Imagínate, que Rachel, se…

- Michelle – me corrige con una sonrisa. Siempre sonriendo.

- ¿Qué más da? Que Michelle muere y estás, tanto física y psíquicamente hecho un asco además de estar bajo una especie de arresto domiciliario que no te deja ni cagar tranquilo y claro, tampoco puedes quejarte, porque entonces tienes a saber que síndrome postraumático severo que hace que te tengas que tomar todas las pastillas de la farmacia. No voy a intentar suicidarme una segunda vez, pero si quieres saber cómo estoy, la verdad que un poco agobiado, solo un poco para variar.

-  ¿De dónde has sacado el perro? ¿Te lo ha traído Kate? – pongo los ojos en blanco, no me estaba escuchando, increíble. Me levanto mientras mi hermano sirve los platos y me siento en el sofá - ¿Me estás escuchando?

- Anoche salí y lo encontré,- éste me mira y se tensa inmediatamente, cuadrando los músculos - tranquilo, estoy vivo, no me han atropellado por salir un rato a tomar el aire ni me he tirado por un acantilado.

- No es solo eso Nate, pero me alegra que lo trajeras – sabía lo que mi hermano pensaba, quizás era el primer signo de humanidad desde los últimos días de vida de Joy. El perro correteaba de allí para acá y hacía sus necesidades en las esquinas, total, lo recogería Patrick. - ¿Le has puesto ya nombre?

- Perro - mi hermano se acerca con los platos hasta arriba de pasta y frunzo el ceño. No me gustaba la pasta. Sin embargo mi hermano se ríe, como si de la broma más graciosa del mundo se tratara.

- Perro – repite mi hermano sentándose a mi lado – qué original. Si las niñas estuvieran aquí estarían contentísimas de tener un perro.- me doy cuenta de que parece que añora a su familia. Sí, era todo un lumbreras. Se había centrado mucho en mí y a ellas las había dejado un poco apartadas. No sabía cómo podía afectarle a él eso, pero tampoco lo demostraba, así que dejé de pensar. - ¿Hoy no tenías cita con la Doctora Thomson? – suspiro. No había ni un día que no me dejaran tranquilo.

- ¿Cuándo voy a ser libre de una puta vez Patrick? – suspiro, lo he dicho sin apenas voz, susurrando, tembloroso. No quería más revisiones, ni citas con médicos, todo eso acabó hace un mes. Hace un mes que recibí el alta médica.

Pero él solo sabe sonreír. Saca el móvil. Está sonando y no me había dado cuenta, me mira y descuelga poniéndolo en manos libres. Suena la voz de una niña pequeña, seguramente Chloe, que empieza a llamarle. Chloe solo tenía dos años y medio y su hija mayor Alice, cuatro. Era un hombre joven para tener dos niñas, pero era un triunfador, para él no suponía ningún problema criarlas y su esposa, Michelle, era una buena madre. Su vida hubiese sido perfecta si no me hubiera tenido a mí como hermano.

Recuerdo haber tenido la visión de un futuro parecido al de mi hermano, en una empresa de distribución a nivel mundial. Había tenido sueños y sueños que habían estado a punto de cumplirse. Luego, por pura casualidad perdí todo aquello, lo perdí como un globo cuando se escapa de tu mano y empieza a alzarse. Lo quieres alcanzar, pero no llegas, y ves cómo se aleja sin poder hacer nada. Luego parece que no es para tanto, alguien te ayuda a verlo de una manera especial, pero cuando esa persona desaparece, algo en tu corazón se rompe, es algo pequeño, que no sabías ni que existía, pero que cuando notas que ya no está todo tu mundo se hace ceniza. El accidente me había quitado muchas cosas y me había dado lo mejor de mi vida, luego la misma casualidad se la llevó.

- ¡Papá, te echamos de menos! – gritan las niñas, algo que hace que me maree y un dolor de cabeza se haga incipiente - ¿Cuándo vuelves a casa? – aquella era la voz de Alice, ya mayor como para entender algunas cosas. Mi hermano tiene una expresión triste y melancólica que hace que quiera atragantarme.

- No lo sé cariño, yo también os echo de menos… Eh ¡Saludad al tío Nate! – le miro y me responde suplicante, no había visto a las niñas desde hacía mucho. Creo que Chloe todavía no caminaba y yo tampoco.

- Hola chicas… - suspiro haciendo un esfuerzo por mi hermano. Las chicas forman un revuelo y empiezan a saludar con gritos y risas. Me levanto para llevar el plato de pasta, intacto, a la cocina.

- Chicas pasadme con mamá…

Mi hermano se levanta y se encierra en la segunda habitación. No necesitaría mucho para suicidarme, con todos los medicamentos que poseía no sería difícil. Solo tendría que quitarle la llave del mueble a mi hermano. No, me reprendo a mí mismo, tienes que seguir adelante. No eres ningún cobarde. Me apoyo con las dos manos en la encimera y respiro lentamente.  Sé cómo arreglármelas.

Sí, quizás sonreí en el momento en el que más quería huir, sí caí y me levanté para volver a caer. No soy débil. Y todo esto me lo repetía con una punzada en la cadera, y con las piernas ya cansadas. A quién quería engañar, lo que me mantenía en pie un mínimo de tiempo eran dos cosas: la suerte de no ser un daño tan grave como para ser irreparable y, en segundo lugar, no sé qué aparato con estímulos eléctricos que tenía gracias a todo el poder de mi hermano y el que había tenido mi padre.

Todo había pasado hace cinco años. Entonces era un hombre respetable sin rabia ni dolor por el mundo. Lo había sido. Con defectos pero querido. Ahora solo tenía a mi hermano y a la hermana de Joy, Kate.

Kate vivía no muy lejos de Patrick, tenía una hija, Olivia, y estaba casada con un hombre llamado Michael Trust, un hombre serio pero afable que no me caía nada bien. Vivían cerca de la costa y Joy y yo habíamos pasado alguna que otras vacaciones allí en su casa, disfrutando de la playa que no podía pisar apenas por la silla de ruedas y de la piscina del jardín.

Katherine era una mujer adorable, era siete años mayor que Joy, pálida de piel y de pelo naranja, no era una mujer delgada, pero tampoco se la podía considerar lo opuesto. Era inteligente como su hermana y era la persona que más quería Joy cuando ésta vivía.

- ¡Ven Nathan, prueba el agua! – me gritaba Joy desde las escaleras, al pie de la piscina. Tenía un biquini de color rojo que contrastaba con su piel y con un pañuelo en la cabeza del mismo color. Seguía siendo preciosa, algo hinchada por la medicación, pero preciosa.

- ¿Te olvidas de que soy paralítico? – bromeo desde la sombra de un árbol que había a pocos metros, vestido con una camiseta azul y un bañador de color negro. Ella me sonríe y pone los brazos en jarra.

- ¿Crees que me sirve como excusa? – dice riendo haciendo que los pájaros rían con ella.

- Esperaba que sí – me hace sonreír, no sabía cómo lo hacía pero siempre me hacía sonreír.

- ¡Mueve tu precioso culo aquí! – miro hacia un lado y veo a Kate, divertida, observando la escena desde una tumbona - ¡Vamos! – me apresura entre risas. Recuerdo verla bajar las escaleras y hundirse en el agua mientras me acercaba.

- ¿Y ahora qué?- digo cuando ya estoy al borde de la piscina y ella sale del agua.

 Sube por las escaleras y se sienta encima de mí, empapándome la ropa. Su pañuelo se había perdido en alguna parte de la piscina pero no parecía importarle ¿A quién le importaba el pañuelo? Coloca las manos en mi rostro y me besa y, devolviéndole el beso con gusto, sonreímos, como solo dos enamorados sabían hacer. Un beso con locura, pasión y amor.

- ¿Está buena el agua o no? – dice sonriendo con la respiración entrecortada y agitada.

- Está perfecta.

Patrick sale de su habitación guardándose el móvil en el pantalón, veo en sus ojos algo que no termino de entender pero me aguanto y me callo. Patrick no quería que me preocupara por él, y tampoco tenía tiempo. Miro al sofá y el perro me mira con la lengua fuera, tumbado, moviendo el rabo y con un cojín entre las patas al que muy buen futuro no le veía.

- ¿Estás bien? – me pregunta con el rostro cansado.

- Sí, solo me duele un poco la cadera y estoy algo cansado – Patrick mira el reloj y se pasa una mano por el cabello. Saca una llave del bolsillo y pasa a la cocina para abrir el mueble que había junto a la nevera.

- ¿Quieres que saque la silla de ruedas? – me pregunta. Lo cierto era que la seguía usando ya que andar me desgastaba mucho. Pero la odiaba. – Ahora hay que ir a la consulta y no había aparcamiento cerca. Hay que andar un par de calles. – dice sacando tres botes. Uno con la etiqueta azul, otra rosa y otra verde. Ahí estaba mi droga. Se acerca y me pone la cantidad exacta con un vaso de agua a mi lado. – Si te has pasado la noche por ahí no me extraña que ahora estés así. Tomate eso, ahora vengo con la silla.

Patrick se marcha y yo me quedo atontado mirando las pastillas, una para el dolor, otra para la depresión, otra para el estrés y otra para a saber de qué. Genial, vamos a drogarnos.

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