miércoles, 31 de diciembre de 2014

#Capítulo 4


 

 

Miro el techo de mi habitación. Estoy tumbado en la cama dándole vueltas a la cabeza, preguntándome el porqué de muchas cosas. Una mano caía a un lado de la cama, y la otra acariciaba el lomo del cachorro.

Al llegar a casa habíamos encontrado todo el salón lleno de restos de cojines raídos, zapatos y ropa mordida por todas partes y el pequeño Perro mordiendo uno de los zapatos de piel de Patrick. Mi hermano se puso como una fiera, literalmente, así que mientras él recogía yo me fui a mi habitación a pensar. Quizás estaba siendo demasiado injusto con Patrick. Se encargaba veinticuatro horas de mí, me llevaba al médico, al psicólogo, a los grupos de apoyo, al terapeuta, al cementerio… A veces me acompañaba a ver a la familia de Joy y me llevaba a casa cuando no podía ver más desesperación. No veía a su esposa ni a sus hijas, había tenido que tomar sus vacaciones para cuidarme a mí. Y era Navidad, quedaban apenas dos días para que acabara el año… Me echo a un lado y cierro los ojos. Le debía mucho a aquel que estaba limpiando en ese momento el estropicio del salón.

- ¡Quieres dejarme tranquilo de una vez! – le digo a Patrick en medio del pasillo del hospital. Tenía vendas por todas partes, estaba conectado a un gotero y a una bombona de oxígeno y permanecía  tumbado en una de las camillas del hospital. Tenía la voz ronca y un mal día.

Íbamos, acompañados del doctor, a mi habitación, procedentes de  la sala de observaciones. Me habían operado hacía unos días y me habían tenido en observación desde entonces. En ese momento estaba especialmente irritable por la contestación de mamá ante el accidente <<¿Suspender mi viaje a Italia? Cariño no creo que te puedas ir en una semana mucho más lejos de la puerta del hospital>> dijo entre risas, y tenía razón. Paralítico o no, a quién quería engañar, no podría salir de allí en mucho tiempo. Pero había pasado tres días en coma y me habían hecho pedazos, además de que tenía un pulmón que servía más de bailarín de salsa que de pulmón, y mi madre  no había llamado una sola vez. Entramos en la habitación mientras discuto con Patrick y colocan la cama en su lugar. Estoy tan metido en la conversación que no veo a las personas que contemplaban la escena en la otra punta.

- Señor Robinson, ya que nos hemos quedado sin camas en las habitaciones femeninas tendrá que compartir, temporalmente, habitación con la señorita Milton. Espero que no le importe.

Miro a un lado y allí estaba ella, con el cabello recogido en un moño, vestida con un pantalón corto y una camiseta roja bajo una sudadera abierta. Recuerdo algo que llamó mi interés, aquellos ojos verdes llamaban clarísimamente la atención. Y la conocía. La había visto hacía unos días, era la chica sentada en la silla de ruedas. La chica que conocía mi nombre.

En aquel momento no supe mucho de ella, estaba con su familia mientras yo me quedaba junto a mi hermano mirando el techo, durmiendo o preguntándole sobre cosas sin importancia que me distraerían del dolor. Os estaréis preguntando como pasé de ir en silla de ruedas a estar completamente roto. En la prueba localizaron daños internos como los del pulmón, que resultaron ser más graves de lo aparentes y me estaban dando una medicación tan fuerte que ni me enteré, ahí empezaron las operaciones y la búsqueda de un pulmón en buen estado que no llegaría hasta años después.

Al anochecer nos quedamos ella y yo solos, acompañados de mi hermano. Ella estaba bien, aparentemente, pero estaba muy delgada. Hay algo en ella que me gusta, no sabía exactamente el qué pero aquella chica y yo conectamos desde el primer momento.

- ¿Y a ti que te pasa? – le pregunto ya aburrido de los temas de conversación sobre política de Patrick.

La chica me mira y recordaré esa mirada siempre. Ella frunce el ceño y cierra el libro sin importarle la página. Se queda pensativa y se cruza de piernas, de pronto sentí una necesidad extraña de acercarme a ella pero aquel pensamiento se va tan rápido como llega

- Cáncer – lo dice en un suspiro, como si hubiera cogido todo el aire de sus pulmones y lo hubiera expulsado de un tirón con aquella palabra – Soy cáncer y tengo cáncer - dice sonriendo y echándose hacia atrás – Se lo deberían haber imaginado. – Río por lo bajo ante la estupidez que había dicho.

- Pues estás jodida. – La miro aún con la mueca de una sonrisa, quitándole toda la importancia que merecía. Un enfermo odiaba dar pena y eso lo sabía en primera persona.

- Dime algo que ya no sepa – la chica se levanta de golpe y me mira, expulsando nervios por los poros - ¿Y a ti? ¿Qué te pasa? ¿Voy a acabar igual que tú? – ante la mirada inocente de una chica que no hacía mucho que estaba en el mundo de los cancerosos pude ver el miedo.

- No, con suerte estarás un poco calva y bastante mejor que yo – ella ríe y se me detiene el corazón ¿por qué? No os lo sabría decir. Me callo un instante y sigo – salí mal parado en un accidente de moto y ahora estoy paralítico y esperando a un trasplante de pulmón pero ¿A quién le importa? – se queda en silencio un momento mientras juega con la pulsera del hospital. Miro hacia Patrick y éste leía una revista que solo mi hermano compraba, estaba pasando olímpicamente del tema.

- Sé que tú no te acuerdas de mí, pero yo si me acuerdo de ti y necesito a un amigo. En estos momentos eres lo más parecido a uno así que me vas a aguantar… - la chica coge aire y lo suelta con fuerza, como si quisiera soltar algo que llevara grabado muy dentro - Tengo miedo. Mañana empiezan con la radioterapia y no sé qué me va a esperar… - se vuelve a tirar hacia atrás y yo me quedo pasmado mirándola. Tenía la camilla arqueada y estaba sentado, observando como sus miedos se abrían paso. ¿Quién era Joy Milton?

- ¿Hacemos un trato? – suelta un sí exasperada, sin cuestionárselo dos veces – cada vez que vayas a radio me dirás un número del uno al diez, dependiendo de cómo pienses que va a ser de horrible la sesión. Y yo mismo lo haré con las sesiones de fisioterapia. Cuando vuelvas me dirás el número real y si ese número ha descendido encontrarás una rosa blanca sobre la mesa al día siguiente, una por cada sesión superada.

Y así hice. De la primera sesión volvió con ojeras, cansada y aturdida. Antes de salir dijo un siete, al volver dijo un diez. De todas formas una rosa roja la esperaba, por ser la primera. La siguiente sesión dijo un diez y, al volver, fue un nueve. Pronto en la mañana una rosa blanca acompañaba al jarrón en la mesilla de noche y así fueron pasando los días, ella iba mejorando y empeorando continuamente y las rosas había veces que acudían y otras que lamentablemente no. Y hablábamos  mucho, sobre todo los primeros días en los que teníamos mucho por conocer.

Despierto del sueño aturdido, empapado en sudor. Malditos sueños que me recordaban la esclava imagen de la que era dueño. Era el día en el que nos conocimos de verdad, los días que vinieron después solo consiguieron unirnos más, pronto fuimos grandes amigos. Y comencé a amarla. Comencé a amarla sin darme cuenta, despacio y sin prisas hasta que, cuando tomas conciencia de lo que siente tu corazón, ya es demasiado tarde. Estás enamorado hasta la médula, no respiras si ella no lo hace y tu adicción va a más. Cada vez que la miraba y sonreía todo parecía mucho mejor, más bonito a pesar de ser amargo, su dulzura alcanzaba cada esquina de tu alma y te hacia volar, sentirte pequeño y feliz. De pronto me tuvo a sus pies como un amo tiene a su perro, era esclavo de su aroma, de su mal humor, de sus ojos verdes, de su piel… Y era suyo. Era completamente suyo. Y pensaba aquellas palabras enamoradas una y otra vez, como un loco en su locura, del amor de un triste hombre sin esperanzas a una verdadera princesa, a cuyo hombre se le había dado la oportunidad de amar y ser correspondido. Siempre pensé y pensaré que no hay mayor regalo, mayor sueño, mayor deseo, que en una triste y llana vida, llena de sombras y oscuridad, una pequeña luz se abra en el camino y te enseñe que el dolor merece la pena si eso significaba que pude conocer a la joven Joy.

Y pensar que podría haberla conocido antes, que podríamos habernos enamorado antes…

- ¡Patrick vete a casa y búscalo! – le grito enfurecido, no me hacía ni caso.

- ¿Pero qué quieres Nathaniel? No te voy a dejar solo – dice frunciendo el ceño. – Te pongas como te pongas – llevábamos así un rato y no cambiaba de opinión.

- ¿Pero es que no me escuchas? Llama alguien y que lo busque, ¡Necesito ese anuario! – reconozco que muchas veces no he sido amable con Patrick, pero en ese momento me estaba sacando de mis casillas. Estábamos solos en la habitación de hospital, Joy se había marchado a radioterapia y yo iba a lanzarle la bombona de oxígeno a mi hermano justo en la cabeza. Patrick suspira, el pobre solo quería que estuviera tranquilo y solo parecía estarlo cuando Joy estaba delante.

- Vale, espera, voy a llamar a Anwar para que vaya a buscarlo, pero si no lo encuentra te aguantas – dice levantándose a coger su móvil.

Una hora más tarde, el amigo de mi hermano, Anwar, apareció con un libro entre las manos. Si no hubiera sido paralítico me hubiera lanzado a sus brazos y le hubiera besado su brillante frente.

En cuanto tuve el libro en mis manos empecé a pasar las fotos una por una, examinando cada nombre, en cada página. Había firmas y dedicatorias por todo el anuario, además de números de teléfonos y palabras de apoyo.

Me detuve en una foto, era la foto del coro del instituto. Nunca le presté demasiada atención ya que cantar no era lo mío pero ahí estaba ella, en una esquina. Ella sonreía tímida sin mostrar los dientes, avergonzada por el corrector dental, llevaba flequillo el cual le tapaba los ojos tan bonitos que tenía. Entonces la recordé.

- Iba a mi clase de historia, ahora la recuerdo, iba a mi clase y ni me acordaba de ella – digo más para mí que para los demás. Por eso sabía mi nombre. Recuerdo a una chica que intervenía poco y no llamaba la atención, se matenía oculta, atenta y sin destacar sobre nadie.

Aquella era Joy. Había cambiado un mundo, estaba  mucho más guapa y aparentemente más abierta y sociable que antes. Sonrío.

- Patrick, compra todas las rosas blancas que tengan.

Salgo de la habitación todo sudado y me meto en la ducha. Dejo que el agua corra y que el calor del agua hirviendo relaje mis músculos, sintiendo como se adormecen. Me encontraba fatal. Era por la mañana temprano y mis sueños habían hecho resurgir el pasado… Cómo Joy entraba en el baño mientras me duchaba sin permiso, recordaba su manera tan especial de ver la televisión, colocando los pies sobre el respaldo del sofá y dejando caer la cabeza, no sabía cómo nunca se había caído. Extrañaba su peculiar manía de antes de almorzar comer cereales o como le entraba la risa sin ninguna razón al lavarse los dientes. Joder, murmuro por lo bajo, apoyando la cabeza sobre los azulejos, dejando el agua correr, quiero  que vuelvas Joy, por favor vuelve.

- Cásate conmigo – le decía medio broma en medio en serio, a lo que ella siempre me contestaba…

- No, ni de coña – entre risas y besos ella me acariciaba el cabello y me miraba a los ojos de aquella manera que hacía que me temblara todo el cuerpo.

-¿Por qué no? Cásate conmigo – le vuelvo a repetir enterrando el rostro en su cabello. Hacía dos años que nos encontramos en el hospital después de un sinfín de casualidades. Ella volvía a reír.

- ¿Sabes por qué no? – me susurra en el oído – porque si me caso contigo te vas a confiar, vas a creer que voy a ser tuya para siempre y me vas a descuidar. Me gusta ser tu princesa – una mueca en forma de sonrisa se me curva en el rostro.

- Algún día lo conseguiré – digo contemplándola, tras unos segundos de completo silencio. Había perdido todo el cabello y estaba muy delgada, aparte de eso estaba pasando una buena racha.
Con el puño, le pego a la pared con todas mis fuerzas, temblando y con las lágrimas camufladas entre el agua que caía sobre mi cabello y me cruzaba el rostro. Cuando Patrick entra en el baño me encuentra en medio de un ataque de pánico. Estaba agazapado en el suelo de la bañera con las dos manos en el rostro, temblaba de arriba a abajo y me costaba respirar. Lo primero que hace mi hermano es apagar el agua caliente y sacarme de allí. No podía más, no puedo más... Me repetía una y otra vez...

martes, 30 de diciembre de 2014

#Capítulo 3


- Nathan, Nathaniel ¿Me estás escuchando? – Alzo la vista y veo a la doctora Thomson.

La Doctora era de tez morena, cabello oscuro y corto bajo la barbilla. Ya presentaba algunas arrugas por la edad, pero sus ojos, tan oscuros como la brea presentaban arduos y experimentados años de experiencia.

- ¿Qué? – tenía muchísimo sueño. Odiaba aquellas pastillas. No solo te dejaban atontado, sino que encima no podía ni conducir. Menos mal.

- Te estaba diciendo, antes de que abandonaras este mundo, que cómo te encuentras, psíquicamente hablando. – sonrío  sin ganas y pienso como me estaban atormentando día tras día.

- Jodido – Ahh, pienso andándome por las ramas, se refiere a Joy…  como llevaba su muerte… claro, igualmente estaba jodido, así que me río por dentro. Que mal me sentaban esas pastillas.

- Bueno, como ya me lo imaginaba… - me detengo mirando una pecera que hay tras la doctora. Estamos en una habitación cuadrada y sin apenas nada, solo algunos posters sobre nutrición.

En la pecera había tres peces, dos naranjas y uno naranja moteado con manchas blancas. Era diferente a los otros dos y eso lo hacía destacar. Me pregunto, como alguien, por ser diferente, por no elegir su aspecto físico o las enfermedades que lo corrompen, podía estar tan apartado de la sociedad. Recuerdo que, antes del accidente, era un chico con muchos amigos, sociable y sin problemas. Sin embargo cuando ocurrió, hubo personas que no volví a ver, otras, que vinieron al hospital, pero que dejaron de ir porque les superaba. Había otros que no se encontraban a gusto de un chico encamado, en silla de ruedas y encima suicida. Hasta que al final me quedé solo. Al principio no importaba, tenía a Joy. Sabía que no era para siempre puesto que conocía la gravedad de su situación, pero no me importó. Cuando ella murió, en el funeral solo acudió un amigo, alguien a quién yo mismo había dejado de lado hace mucho por simples apariencias. Y ahí estaba, sonando los mocos de mi desesperación.  Se llamaba Ian Stephenson.  Iba conmigo al instituto. Que, enlazándolo con Joy, de la cual recordaréis que sabía mi nombre antes de conocerla, estaba en mi clase de historia en el instituto. Cavilando en mi habitación del hospital me puse como loco, rogándole a mi hermano que me trajera el anuario del instituto. Y ahí estaba ella, justo arriba de Ian. Nunca me había fijado especialmente en ella, había cambiado un mundo. El corrector dental, la forma de la cara…

- ¿Qué te parece? -  miro a la doctora confundido, no me había enterado de nada – No me digas que no me has estado escuchando… - el rostro de la doctora mostraba que tenía una paciencia de hierro puesto que se recompuso y siguió hablando – hemos pensado, Patrick, los demás médicos y yo que te mereces unas vacaciones. Mudarte un tiempo con tu hermano puede ser beneficioso para tu salud y despejarte de todo.

- No, - niego con la cabeza y me hundo en la silla de ruedas. Una familia feliz al lado, lo que me faltaba por oír. – No y no, me niego.

- Pero Nathaniel no puedes estar solo siempre – dice la Doctora – pongamos un ejemplo, imagina que eres una rosa de cristal…

- ¿Y por qué una rosa? – pregunto con el ceño fruncido, ya me estaba cabreando bastante.

- Nathan, escúchame, - la doctora toma aire - ésta rosa era la rosa más hermosa del mundo, hasta que , un día, se rompió en miles de pedazos, que cortaban a todo aquel que intentaba ayudarla. La pobre rosa, no tenía intención de herir…

- No soy un niño pequeño doctora Thomson, hábleme claro. – digo jugando con las manos en el regazo.

-Tu hermano y nosotros mismos estamos intentando ayudarte. Deja que te ayudemos Nathan…

- ¿Algo más? – pregunto ya exasperado, me estaba agobiando allí. Odiaba el olor a hospital.

- Sí, Nathaniel, cuando tengas cita con el fisioterapeuta, por favor ve. – saco la silla de debajo de la mesa y con la barbilla bien alta abro la puerta y me marcho, con mi querido hermano a mis espaldas, sin dejarme respirar.

Había estado agobiado muchas veces, incluso hubo una época en la que los ataques de ansiedad fueron demasiado frecuentes como para ser algo normal, pero aquella ocasión me recordó a una en especial. La que había hecho que no pudiera dormir en mucho tiempo <<No podemos hacer nada más por ella, llevadla a casa>> aquellas palabras, que quizás no eran exactas, dolían como cuchilladas en el alma. Recuerdo cuanto le rogué al doctor que siguiera luchando, que no perdiera la esperanza con ella. Que todavía había esperanza. Tengo el cabello de punta y apenas puedo hablar. Sé que mi hermano me habla, pero no le escucho. Mantuvieron a Joy un par de semanas más en el hospital y luego, se la llevaron a casa. Eso fue dos o tres días antes de su muerte. Yo mismo me ocupé de que esos días fueran los mejores de su vida.

- Vale, lo tengo, espérame diez minutos.

Estábamos en su cama, después de llegar del hospital, en el salón. Y con la chimenea encendida y las llamas danzando más hermosas que nunca me había llevado dos horas acurrucado a su lado mientras ella descansaba. Yo le tarareaba canciones, aunque mi oído nunca fue el mejor y le contaba cómo se veía el centro en navidad. No había ido al centro, no me había separado de ella un solo instante, pero recordaba cuál era su aspecto cuando era niño y lo que me hacía sentir. Ella adoraba escuchar como las luces se fundían en la noche e iluminaban las calles de tantos colores que parecía que su hermana Katherine había pasado por allí. Le encantaba la navidad y adornarlo todo. En la calle olía a castañas y a dulces recién hechos, el frío no impedía que las calles estuvieran repletas de familias en busca del regalo perfecto. A veces, se veía algún Santa Claus regordete, regalándoles sueños a los niños más pequeños pero nunca, nunca, faltaban las actuaciones de payasos, mimos, bailarines y algún que otro cantante con guitarra y sombrero en toda la ciudad, que animaban el ambiente y entretenían a los peatones. Así el mundo parecía un lugar un poco mejor.

- ¿Dónde vas? No quiero que te vayas Nate, no… - le sonreí con ternura y le besé la frente. Sus labios estaban agrietados e hinchados y sus mejillas demasiado sonrosadas.

- Shh… Espera un momento – digo levantándome de su lado – solo dame un segundo, como me estropees la sorpresa…. – no termino la frase, simplemente sonrío de oreja a oreja y le quito el pañuelo de la cabeza con mucho cuidado. - ¿Puedes levantar un poco la cabeza o te ayudo? 

Ella me saca la lengua y se apoya sobre sus brazos. Sabía que el esfuerzo era enorme para ella. Le ato con rapidez el pañuelo a los ojos y, tras comprobar que no ve nada, salgo de la habitación para ir al almacén. Trece minutos y veintidós segundos después…

- Vale, ya puedes quitarte el pañuelo de los ojos – digo aguantándome la risa.

El salón estaba lleno de rosas blancas, en su cama, en la mesa, sobre la chimenea, por el suelo, en los cajones, sobre los cuadros y, en el centro, un chico moreno, de metro noventa, vestido de Santa Claus, con un cojín por barriga y una barba blanca, acompañado de un saco marrón repleto de paquetes. Aquello hizo a Joy estallar en carcajadas y a la vez llantos. No había hecho aquello solo, tuvo que pedirle algún que otro favor a su hermano y a Katherine, que se presentaron voluntarios para ayudarle a quitar todas las espinas a las rosas. Joy se tranquilizó y me miró como nunca antes me había mirado. Aún quedaban cinco días para navidad y Joy sabía que yo no esperaba que ella aguantara tanto. Pero no dijo nada. Solo sonrió como solo ella sabía.

- Eres tonto – tenía lágrimas por todo el rostro y le brillaban las mejillas.

- Los tontos preferimos llamarnos gente especial ¿Sabías? – avancé hasta ella y me quité el gorro de Papá Noel que llevaba puesto para, después,  ponérselo a ella. – Mira resulta que me crucé con Santa el otro día – digo sentándome a un lado de la cama, abriendo el gran saco que había a mis pies – y claro, tras hacerle un par de favores que no te voy a contar por respeto al espíritu de la navidad, me permitió adelantar la navidad unos días, pero que me las apañara yo. En los anuncios se veía más simpático, la verdad, creo que tiene problemas con su esposa…

- ¡Nate! – dice sonriendo - ¿Qué le has hecho al pobre Santa? – mi alma se enternece al ver sus ojos llenos de ilusión y miro al saco.

- Lo siento – digo muy serio – si te lo dijera tendría que matarte, es secreto de estado – vuelvo la vista hacia ella y río. Tras darle un rápido beso en los labios meto la mano en el saco – En definitiva, éste no está envuelto porque el señorito Claus no compró suficiente papel de envolver…

Ese día me dolía ahora como mil demonios y me hacía preguntarle a Dios que había hecho tan injusto como para arrebatármela ¿Acaso él la quería para ella? ¿Me castigaba por algo? Pero solo recordar su rostro ilusionado, rodeado de peluches, rosas, fotos y colores me hace sentir algo que me calma. Era feliz. Se estaba muriendo, pero lo era.

#Capítulo 2


Vuelvo a la realidad, espantando los demonios lavándome la cara y poniéndome unos pantalones. Miro hacia la cama y veo al pequeño perro sentado, mirándome con la lengua fuera. Parece sonreír.

- Hasta tú te ríes de mí. – El perro responde con un ladrido, pero no se inmuta. Camino desperezándome, con una pequeña cojera, secuela del accidente, hasta fuera de la habitación donde esperaba un salón con cocina americana incorporada.

Voy a sentarme en el borde del banco situado junto a la barra y el cachorro me pasa por un lado. Mi hermano está cocinando algo. Antes yo solía cocinar, antes yo hacía muchas cosas. Él me mira de reojo y me sonríe mientras me siento. También antes me solía llevar mejor con mi hermano, teníamos más cosas en común. Era increíble como el alma de dos personas podían estar tan cerca y a la vez tan lejos. La imagen de Joy se abre paso en mi cabeza y una punzada de dolor da directamente en el centro de mi roto y despedazado corazón quitándome todo apetito aparente.

- He visto que te has echado un nuevo amigo – no le contesto, miro hacia mis manos y me quedo pensativo, callado, dolido. Al cabo de unos segundos ante su pregunta carente de respuesta sigue intentando que hable - ¿Qué tal te encuentras hoy?

- ¿De verdad quieres saberlo? ¿O es para contárselo a mi psicóloga? – sigo mirando hacia abajo y aparto al instante de mi  vista, escondiéndolas bajo la mesa, mis manos avergonzado.

Como ya dije antes, no me tomé bien el accidente. Me quedaba horas y horas agazapado en una esquina, llorando y lamentándome sobre mi desgracia, harto de todo. En cuanto me dejaron volver a casa, con la condición de que tendría que ir cada semana, aproveché que mi hermano salió para, con un cuchillo, abrirme las muñecas y querer morir. Por suerte o por desgracia mi hermano volvió en diez minutos y llamó en seguida a una ambulancia. Por poco no muero por segunda o tercera vez en ese mismo año. Desde entonces voy al psicólogo, al terapeuta, debo estar en contante vigilancia de mi hermano o un cuidador social e ir, de vez en cuando, a grupos de apoyo. Deprimente. Estar vigilado las 24 horas acabó cuando conocí a Joy y empecé a volver a andar, pero su muerte solo hizo que mi nivel de cordura se viera por los suelos y atrajo la alarma de los médicos. Hacía semana y pocos días de su muerte, y casi de inmediato estuve otra vez vigilado hasta para ir al baño y con mi hermano de nuevo en casa. Tenía calculado incluso el tiempo máximo que podía pasar en la ducha y habían quitado todos los pestillos de mi propia casa excepto el de la puerta principal, el cual mi hermano tenía una llave y otra mi médico. Había jurado y perjurado que no iba a volver a intentar suicidarme, pero nadie parecía ya confiar en mí. Y en cierto modo tampoco yo tampoco lo hubiera hecho.

- Vamos Nate, yo no soy tu psicóloga, soy un hermano que se preocupa por ti. – me contesta, buscando los platos en los muebles.

- Imagínate, que Rachel, se…

- Michelle – me corrige con una sonrisa. Siempre sonriendo.

- ¿Qué más da? Que Michelle muere y estás, tanto física y psíquicamente hecho un asco además de estar bajo una especie de arresto domiciliario que no te deja ni cagar tranquilo y claro, tampoco puedes quejarte, porque entonces tienes a saber que síndrome postraumático severo que hace que te tengas que tomar todas las pastillas de la farmacia. No voy a intentar suicidarme una segunda vez, pero si quieres saber cómo estoy, la verdad que un poco agobiado, solo un poco para variar.

-  ¿De dónde has sacado el perro? ¿Te lo ha traído Kate? – pongo los ojos en blanco, no me estaba escuchando, increíble. Me levanto mientras mi hermano sirve los platos y me siento en el sofá - ¿Me estás escuchando?

- Anoche salí y lo encontré,- éste me mira y se tensa inmediatamente, cuadrando los músculos - tranquilo, estoy vivo, no me han atropellado por salir un rato a tomar el aire ni me he tirado por un acantilado.

- No es solo eso Nate, pero me alegra que lo trajeras – sabía lo que mi hermano pensaba, quizás era el primer signo de humanidad desde los últimos días de vida de Joy. El perro correteaba de allí para acá y hacía sus necesidades en las esquinas, total, lo recogería Patrick. - ¿Le has puesto ya nombre?

- Perro - mi hermano se acerca con los platos hasta arriba de pasta y frunzo el ceño. No me gustaba la pasta. Sin embargo mi hermano se ríe, como si de la broma más graciosa del mundo se tratara.

- Perro – repite mi hermano sentándose a mi lado – qué original. Si las niñas estuvieran aquí estarían contentísimas de tener un perro.- me doy cuenta de que parece que añora a su familia. Sí, era todo un lumbreras. Se había centrado mucho en mí y a ellas las había dejado un poco apartadas. No sabía cómo podía afectarle a él eso, pero tampoco lo demostraba, así que dejé de pensar. - ¿Hoy no tenías cita con la Doctora Thomson? – suspiro. No había ni un día que no me dejaran tranquilo.

- ¿Cuándo voy a ser libre de una puta vez Patrick? – suspiro, lo he dicho sin apenas voz, susurrando, tembloroso. No quería más revisiones, ni citas con médicos, todo eso acabó hace un mes. Hace un mes que recibí el alta médica.

Pero él solo sabe sonreír. Saca el móvil. Está sonando y no me había dado cuenta, me mira y descuelga poniéndolo en manos libres. Suena la voz de una niña pequeña, seguramente Chloe, que empieza a llamarle. Chloe solo tenía dos años y medio y su hija mayor Alice, cuatro. Era un hombre joven para tener dos niñas, pero era un triunfador, para él no suponía ningún problema criarlas y su esposa, Michelle, era una buena madre. Su vida hubiese sido perfecta si no me hubiera tenido a mí como hermano.

Recuerdo haber tenido la visión de un futuro parecido al de mi hermano, en una empresa de distribución a nivel mundial. Había tenido sueños y sueños que habían estado a punto de cumplirse. Luego, por pura casualidad perdí todo aquello, lo perdí como un globo cuando se escapa de tu mano y empieza a alzarse. Lo quieres alcanzar, pero no llegas, y ves cómo se aleja sin poder hacer nada. Luego parece que no es para tanto, alguien te ayuda a verlo de una manera especial, pero cuando esa persona desaparece, algo en tu corazón se rompe, es algo pequeño, que no sabías ni que existía, pero que cuando notas que ya no está todo tu mundo se hace ceniza. El accidente me había quitado muchas cosas y me había dado lo mejor de mi vida, luego la misma casualidad se la llevó.

- ¡Papá, te echamos de menos! – gritan las niñas, algo que hace que me maree y un dolor de cabeza se haga incipiente - ¿Cuándo vuelves a casa? – aquella era la voz de Alice, ya mayor como para entender algunas cosas. Mi hermano tiene una expresión triste y melancólica que hace que quiera atragantarme.

- No lo sé cariño, yo también os echo de menos… Eh ¡Saludad al tío Nate! – le miro y me responde suplicante, no había visto a las niñas desde hacía mucho. Creo que Chloe todavía no caminaba y yo tampoco.

- Hola chicas… - suspiro haciendo un esfuerzo por mi hermano. Las chicas forman un revuelo y empiezan a saludar con gritos y risas. Me levanto para llevar el plato de pasta, intacto, a la cocina.

- Chicas pasadme con mamá…

Mi hermano se levanta y se encierra en la segunda habitación. No necesitaría mucho para suicidarme, con todos los medicamentos que poseía no sería difícil. Solo tendría que quitarle la llave del mueble a mi hermano. No, me reprendo a mí mismo, tienes que seguir adelante. No eres ningún cobarde. Me apoyo con las dos manos en la encimera y respiro lentamente.  Sé cómo arreglármelas.

Sí, quizás sonreí en el momento en el que más quería huir, sí caí y me levanté para volver a caer. No soy débil. Y todo esto me lo repetía con una punzada en la cadera, y con las piernas ya cansadas. A quién quería engañar, lo que me mantenía en pie un mínimo de tiempo eran dos cosas: la suerte de no ser un daño tan grave como para ser irreparable y, en segundo lugar, no sé qué aparato con estímulos eléctricos que tenía gracias a todo el poder de mi hermano y el que había tenido mi padre.

Todo había pasado hace cinco años. Entonces era un hombre respetable sin rabia ni dolor por el mundo. Lo había sido. Con defectos pero querido. Ahora solo tenía a mi hermano y a la hermana de Joy, Kate.

Kate vivía no muy lejos de Patrick, tenía una hija, Olivia, y estaba casada con un hombre llamado Michael Trust, un hombre serio pero afable que no me caía nada bien. Vivían cerca de la costa y Joy y yo habíamos pasado alguna que otras vacaciones allí en su casa, disfrutando de la playa que no podía pisar apenas por la silla de ruedas y de la piscina del jardín.

Katherine era una mujer adorable, era siete años mayor que Joy, pálida de piel y de pelo naranja, no era una mujer delgada, pero tampoco se la podía considerar lo opuesto. Era inteligente como su hermana y era la persona que más quería Joy cuando ésta vivía.

- ¡Ven Nathan, prueba el agua! – me gritaba Joy desde las escaleras, al pie de la piscina. Tenía un biquini de color rojo que contrastaba con su piel y con un pañuelo en la cabeza del mismo color. Seguía siendo preciosa, algo hinchada por la medicación, pero preciosa.

- ¿Te olvidas de que soy paralítico? – bromeo desde la sombra de un árbol que había a pocos metros, vestido con una camiseta azul y un bañador de color negro. Ella me sonríe y pone los brazos en jarra.

- ¿Crees que me sirve como excusa? – dice riendo haciendo que los pájaros rían con ella.

- Esperaba que sí – me hace sonreír, no sabía cómo lo hacía pero siempre me hacía sonreír.

- ¡Mueve tu precioso culo aquí! – miro hacia un lado y veo a Kate, divertida, observando la escena desde una tumbona - ¡Vamos! – me apresura entre risas. Recuerdo verla bajar las escaleras y hundirse en el agua mientras me acercaba.

- ¿Y ahora qué?- digo cuando ya estoy al borde de la piscina y ella sale del agua.

 Sube por las escaleras y se sienta encima de mí, empapándome la ropa. Su pañuelo se había perdido en alguna parte de la piscina pero no parecía importarle ¿A quién le importaba el pañuelo? Coloca las manos en mi rostro y me besa y, devolviéndole el beso con gusto, sonreímos, como solo dos enamorados sabían hacer. Un beso con locura, pasión y amor.

- ¿Está buena el agua o no? – dice sonriendo con la respiración entrecortada y agitada.

- Está perfecta.

Patrick sale de su habitación guardándose el móvil en el pantalón, veo en sus ojos algo que no termino de entender pero me aguanto y me callo. Patrick no quería que me preocupara por él, y tampoco tenía tiempo. Miro al sofá y el perro me mira con la lengua fuera, tumbado, moviendo el rabo y con un cojín entre las patas al que muy buen futuro no le veía.

- ¿Estás bien? – me pregunta con el rostro cansado.

- Sí, solo me duele un poco la cadera y estoy algo cansado – Patrick mira el reloj y se pasa una mano por el cabello. Saca una llave del bolsillo y pasa a la cocina para abrir el mueble que había junto a la nevera.

- ¿Quieres que saque la silla de ruedas? – me pregunta. Lo cierto era que la seguía usando ya que andar me desgastaba mucho. Pero la odiaba. – Ahora hay que ir a la consulta y no había aparcamiento cerca. Hay que andar un par de calles. – dice sacando tres botes. Uno con la etiqueta azul, otra rosa y otra verde. Ahí estaba mi droga. Se acerca y me pone la cantidad exacta con un vaso de agua a mi lado. – Si te has pasado la noche por ahí no me extraña que ahora estés así. Tomate eso, ahora vengo con la silla.

Patrick se marcha y yo me quedo atontado mirando las pastillas, una para el dolor, otra para la depresión, otra para el estrés y otra para a saber de qué. Genial, vamos a drogarnos.

lunes, 29 de diciembre de 2014

#Capítulo 1




                   Miro hacia adelante con el frío calándome en los huesos, observando al horizonte con la mirada perdida, enterrando el rostro en un abrigo que aún huele a ella. Ese olor que hace que mi corazón se encoja, que mi mente vuele, que mi aliento se entrecorte. El que hace que sienta un suspiro en la nuca, que la sienta a ella a mis espaldas, creyéndose ave, que podía volar y olvidarlo todo. Y lo hacía, dios sabe que lo hacía. Mi princesa de ojos esmeralda solo había querido volar y pronto no hizo más que caer en un vacío eterno, dejándonos a todos los que nos acercamos en una muerte permanente que tendríamos que arrastrar en vida.
Pronto caería el sol y volvería la noche, donde los fantasmas acudían a mi cabeza y la tentación de no ser aclamaba a mi corazón. Dejad que sea libre, imploraba cada noche, dejad que el sufrimiento cese, le lloraba a la luna, y esta, ante tal atrevimiento,  me castigaba con el sueño de un pasado feliz.
Aquella noche había salido bajo la luz de las farolas y había caminado sin rumbo, a la deriva  por aquellas calles de las que el nombre no eran de importancia. No sabía hacia donde iba y mucho menos sabía que me esperaba allí, solo conocía lo que tenía frente a mí. Calles adoquinadas en la oscuridad, tiendas cerradas y ventanas oscuras, guardando secretos, llantos, amantes y mentiras. Las ramas de los árboles se mecían en un murmullo pretencioso y las hojas secas danzaban de un lado para otro de cualquier manera. Algún que otro peatón pasaba a mi lado, en silencio o gritando penurias de un señor que había intentado olvidar sin éxito, buscando la solución en una botella de güisqui  de unos problemas que carecen de importancia para esta historia.
Al girar la esquina más próxima algo captó mi atención, algo extraño de lo que normalmente no me daría cuenta. Bajo el tubo de escape de un coche mal aparcado del color de la sangre capté algo moverse. Una rata, pienso mientras me quedo frente al coche. Las farolas hacían que las sombras engulleran a la criatura en oscuridad, miro hacia un lado de la carretera y hacia otro, no hay nadie. Me apoyo sobre el capot del coche y me agacho con dificultad, aquello no parecía una rata y, si escuchabas con atención podías escuchar el gemido de un animal.
Bajo el coche, al asomarme, había algo escondiéndose, sucio y descuidado. No sé qué pensé cuando vi a aquel cachorro, acurrucado junto a la rueda del coche. Quizás me recordara un poco a mí mismo, solo y abandonado, así que lo cogí entre mis brazos, el cual no era más grande que mi antebrazo y me lo llevé a casa, donde, a las seis de la mañana, me vi bañando al animal. Un cruce de labrador con podenco de color canela, con algunas quemaduras y hambriento. De pronto se me viene una imagen a la cabeza. << ¿Tienes miedo a estar solo?>> Era la imagen de Joy, enferma, en la cama del hospital, sin apenas fuerzas para levantar un brazo <<No, -dije sonriendo- tengo miedo a estar sin ti>> Aquello había sido una semana antes de que Joy muriese, víctima de un cáncer. Ahora pienso que coger al animal y llevármelo a casa fue fruto del miedo a la soledad, pero en fin, fue la mejor decisión que nunca pude tomar.
- Despierta Nathan – el sol de las cortinas al abrirse hace que me ciegue y no vea nada durante unos segundos hasta que se me acostumbra la vista. Pronto me sitúo en el mapa y miro hacia la ventana – Son las dos y media de la tarde.
Mi hermano, Patrick, era un hombre casado con una bella mujer, con hijos y tenía en su poder los coches más caros que había podido ver a menos de diez metros. Era un hombre de treinta años, bien afeitado, de cabello castaño y ojos azules, con camisas y trajes a medida. Un triunfador.
Sin embargo, el hermano de aquel triunfador con clase, era un descuidado hombre de veinticinco años de ojos verdes y cabello oscuro, lleno de cicatrices, músculos y algún que otro tatuaje, con una prótesis en la cadera, unas cuantas operaciones y el brazo y la pierna llenas de clavos, lo que me lleva a cómo conocí a Joy.
Había salido aquella noche, huía del mundo, de los estudios y de todo en general. Tenía veinte años. Iba en moto, no era demasiado tarde y era 13 de Julio, martes. Aquella noche hacía una brisa agradable, los niños jugaban por la calle y sus padres tomaban algo distraídos y paseaban por la zona. Inmerso en la carretera, de pronto, un pequeño aparece de entre los coches aparcados a la derecha, corriendo tras una pelota, a pocos metros. Giré todo lo rápido que pude, el casco salió volando, recorrí varios metros y la moto cayó sobre mi pierna. Perdí el conocimiento al instante. Mi hermano cuenta que la gente de la zona corrió hacia la escena. El niño estaba perfectamente, pero tuvo que venir una ambulancia de urgencia. Los daños fueron los siguientes: una hemorragia en el pulmón dónde dos costillas rotas se me habían clavado, una clavícula rota, todo el brazo y el hombro lleno de clavos, una prótesis en la cadera,  las rodillas echas trizas y tres días en coma. Además de que al despertar no  recordé ni cómo me llamaba durante dos días y me había dañado la médula en el accidente. No podría volver a andar, dijeron los médicos, si hace fisioterapia quizás recupere algo de sensibilidad. Tras muchos y caros tratamientos conseguí volver a andar. Primero uno o dos pasos, después un pasillo completo, ahora había mejorado un abismo, pero me agotaba con facilidad. En una de las pruebas, una semana después de despertar del coma, conocí a Joy, todavía con cabello y aún preciosa, con la tez pálida y el cabello rubio. Recuerdo estar en mi silla de ruedas, no llevaba nada bien verme allí con casi ninguna probabilidad de volver a andar y los médicos aseguraban que tenía depresión postraumática. Estaba en una sala de luces blancas, esperando a una enfermera con bigote pronunciar mi nombre, ante mí había otra chica en silla de ruedas. Norma número 1, en el hospital hacían que, la necesitaras o no, fueras en silla de ruedas. Recuerdo que me miraba con ojos almendrados y, sonriente, con una camiseta holgada de color blanco y unos pantalones de chándal, escuché su voz.
- Estas hecho mierda. – me quedé observándola detenidamente, curioso por el motivo por el que aquella chica me hablaba. Con desdén sonrío y miro hacia otro lado.
- Por eso me quieren aquí y no en los juegos olímpicos.
- Ya, yo tampoco te querría en los juegos olímpicos, Nathaniel – Me quedo petrificado en mi silla, no sabía cómo aquella pequeña y rubia joven sabía mi nombre. Abren la puerta de la sala de espera.
- Joy Milton – dice la enfermera que acaba de salir. La otra que acompaña a Joy la conduce dentro mientras ella me despide con una sonrisa ante mi cara de pasmarote.