Miro hacia adelante con el frío calándome en los
huesos, observando al horizonte con la mirada perdida, enterrando el rostro en
un abrigo que aún huele a ella. Ese olor que hace que mi corazón se encoja, que
mi mente vuele, que mi aliento se entrecorte. El que hace que sienta un suspiro
en la nuca, que la sienta a ella a mis espaldas, creyéndose ave, que podía
volar y olvidarlo todo. Y lo hacía, dios sabe que lo hacía. Mi princesa de ojos
esmeralda solo había querido volar y pronto no hizo más que caer en un vacío
eterno, dejándonos a todos los que nos acercamos en una muerte permanente que
tendríamos que arrastrar en vida.
Pronto caería el sol y volvería la noche, donde los
fantasmas acudían a mi cabeza y la tentación de no ser aclamaba a mi corazón.
Dejad que sea libre, imploraba cada noche, dejad que el sufrimiento cese, le
lloraba a la luna, y esta, ante tal atrevimiento, me castigaba con el sueño de un pasado feliz.
Aquella noche había salido bajo la luz de las
farolas y había caminado sin rumbo, a la deriva
por aquellas calles de las que el nombre no eran de importancia. No
sabía hacia donde iba y mucho menos sabía que me esperaba allí, solo conocía lo
que tenía frente a mí. Calles adoquinadas en la oscuridad, tiendas cerradas y
ventanas oscuras, guardando secretos, llantos, amantes y mentiras. Las ramas de
los árboles se mecían en un murmullo pretencioso y las hojas secas danzaban de
un lado para otro de cualquier manera. Algún que otro peatón pasaba a mi lado,
en silencio o gritando penurias de un señor que había intentado olvidar sin
éxito, buscando la solución en una botella de güisqui de unos problemas que carecen de importancia
para esta historia.
Al girar la esquina más próxima algo captó mi
atención, algo extraño de lo que normalmente no me daría cuenta. Bajo el tubo
de escape de un coche mal aparcado del color de la sangre capté algo moverse.
Una rata, pienso mientras me quedo frente al coche. Las farolas hacían que las
sombras engulleran a la criatura en oscuridad, miro hacia un lado de la carretera
y hacia otro, no hay nadie. Me apoyo sobre el capot del coche y me agacho con
dificultad, aquello no parecía una rata y, si escuchabas con atención podías
escuchar el gemido de un animal.
Bajo el coche, al asomarme, había algo
escondiéndose, sucio y descuidado. No sé qué pensé cuando vi a aquel cachorro,
acurrucado junto a la rueda del coche. Quizás me recordara un poco a mí mismo,
solo y abandonado, así que lo cogí entre mis brazos, el cual no era más grande
que mi antebrazo y me lo llevé a casa, donde, a las seis de la mañana, me vi
bañando al animal. Un cruce de labrador con podenco de color canela, con
algunas quemaduras y hambriento. De pronto se me viene una imagen a la cabeza.
<< ¿Tienes miedo a estar solo?>> Era la imagen de Joy, enferma, en
la cama del hospital, sin apenas fuerzas para levantar un brazo <<No,
-dije sonriendo- tengo miedo a estar sin ti>> Aquello había sido una
semana antes de que Joy muriese, víctima de un cáncer. Ahora pienso que coger
al animal y llevármelo a casa fue fruto del miedo a la soledad, pero en fin,
fue la mejor decisión que nunca pude tomar.
- Despierta Nathan – el sol de las cortinas al
abrirse hace que me ciegue y no vea nada durante unos segundos hasta que se me
acostumbra la vista. Pronto me sitúo en el mapa y miro hacia la ventana – Son
las dos y media de la tarde.
Mi hermano, Patrick, era un hombre casado con una
bella mujer, con hijos y tenía en su poder los coches más caros que había
podido ver a menos de diez metros. Era un hombre de treinta años, bien afeitado,
de cabello castaño y ojos azules, con camisas y trajes a medida. Un triunfador.
Sin embargo, el hermano de aquel triunfador con
clase, era un descuidado hombre de veinticinco años de ojos verdes y cabello
oscuro, lleno de cicatrices, músculos y algún que otro tatuaje, con una
prótesis en la cadera, unas cuantas operaciones y el brazo y la pierna llenas
de clavos, lo que me lleva a cómo conocí a Joy.
Había salido aquella noche, huía del mundo, de los
estudios y de todo en general. Tenía veinte años. Iba en moto, no era demasiado
tarde y era 13 de Julio, martes. Aquella noche hacía una brisa agradable, los
niños jugaban por la calle y sus padres tomaban algo distraídos y paseaban por
la zona. Inmerso en la carretera, de pronto, un pequeño aparece de entre los
coches aparcados a la derecha, corriendo tras una pelota, a pocos metros. Giré
todo lo rápido que pude, el casco salió volando, recorrí varios metros y la
moto cayó sobre mi pierna. Perdí el conocimiento al instante. Mi hermano cuenta
que la gente de la zona corrió hacia la escena. El niño estaba perfectamente,
pero tuvo que venir una ambulancia de urgencia. Los daños fueron los
siguientes: una hemorragia en el pulmón dónde dos costillas rotas se me habían
clavado, una clavícula rota, todo el brazo y el hombro lleno de clavos, una
prótesis en la cadera, las rodillas
echas trizas y tres días en coma. Además de que al despertar no recordé ni cómo me llamaba durante dos días y
me había dañado la médula en el accidente. No podría volver a andar, dijeron
los médicos, si hace fisioterapia quizás recupere algo de sensibilidad. Tras
muchos y caros tratamientos conseguí volver a andar. Primero uno o dos pasos,
después un pasillo completo, ahora había mejorado un abismo, pero me agotaba con facilidad. En una de las
pruebas, una semana después de despertar del coma, conocí a Joy, todavía con
cabello y aún preciosa, con la tez pálida y el cabello rubio. Recuerdo estar en
mi silla de ruedas, no llevaba nada bien verme allí con casi ninguna
probabilidad de volver a andar y los médicos aseguraban que tenía depresión
postraumática. Estaba en una sala de luces blancas, esperando a una enfermera
con bigote pronunciar mi nombre, ante mí había otra chica en silla de ruedas.
Norma número 1, en el hospital hacían que, la necesitaras o no, fueras en silla
de ruedas. Recuerdo que me miraba con ojos almendrados y, sonriente, con una
camiseta holgada de color blanco y unos pantalones de chándal, escuché su voz.
- Estas hecho mierda. – me quedé observándola
detenidamente, curioso por el motivo por el que aquella chica me hablaba. Con
desdén sonrío y miro hacia otro lado.
- Por eso me quieren aquí y no en los juegos
olímpicos.
- Ya, yo tampoco te querría en los juegos olímpicos,
Nathaniel – Me quedo petrificado en mi silla, no sabía cómo aquella pequeña y
rubia joven sabía mi nombre. Abren la puerta de la sala de espera.
- Joy Milton – dice la enfermera que acaba de salir.
La otra que acompaña a Joy la conduce dentro mientras ella me despide con una
sonrisa ante mi cara de pasmarote.
Escribes genial OwO
ResponderEliminarTe sigo dentro de nada :))
Muchísimas gracias😍😍
EliminarComparto...
ResponderEliminarTiene buena pinta! Sigo leyendo :)
ResponderEliminarme encanta tu novela espero que pueda ser yo también como tú una gran escritora porque tú ya lo eres
ResponderEliminarSoy 'nuevo' en esto y solo con leer algunas palabras ya se con que buena calidad y pasio esta escrita esta novela.
ResponderEliminarSigue así nunca te rindas, persigue tus metas.